martes, 28 de febrero de 2012
Celibato y sacerdocio II
Estas tres decretales son de una importancia fundamental para la historia de los orígenes del celibato de los clérigos. Ellas presuponen como cosa normal y legítima, la ordenación de numerosos hombres casados. Estos últimos, a partir del diaconado, no están menos obligados a la continencia perfecta con sus esposas, en caso que ellas estén todavía en este mundo, y la infracción a esta disciplina, frecuente en aquel tiempo en algunas provincias lejanas de Roma, como España y Galia, se censura en cuanto contraria a la tradición apostólica. Los impugnadores de estas regiones invocan el Antiguo Testamento como apoyo a su causa, pero la continencia temporal de los levitas de Israel prueba que a fortiori los sacerdotes de la Nueva Alianza deben observar una continencia perpetua. Una. objeción sacada de la carta de san Pablo les parece decisiva a algunos: ¿acaso el Apóstol no ha solicitado que el obispo, el presbítero o el diácono sea "el hombre de una sola mujer" (unius uxoris vir) autorizando de tal modo la elección de candidatos casados? Sin duda, responde Siricio, pero esta consigna ha sido dada propter continentiam .futuram, en vista de la continencia que estos hombres casa dos debían haber practicado desde el día de su ordenación. Si ellos deben ser los hombres de una sola mujer, es porque la experiencia de fidelidad a la propia esposa representa una garantía de castidad para el futuro. Esta exégesis de 1Tim 3,2 y Tt 1,6 se olvida generalmente en nuestros días; ella es, sin embargo, una piedra angular de la argumentación de Siricio y de numerosos escritores patrísticos para fundamentar la disciplina del "celibato-continencia" con las Escrituras.
Si se quiere apreciar adecuadamente la importancia de estas tres decretales, no hay que olvidar que la Iglesia de Roma ha gozado muy pronto de una posición absolutamente única como testigo de la Tradición procedente de los Apóstoles. San Ireneo lo ha expresado con una fórmula inolvidable: "Con esta Iglesia, en consideración de su origen excelente, debe necesariamente concordar toda la Iglesia, vale decir, los fieles de todo lugar; en ella, a beneficio de esta gente de todo lugar, ha sido siempre conservada la Tradición que viene de los Apóstoles". Admitir esta posición privilegiada de la Sede "apostólica", significa al mismo tiempo reconocer que los Pontífices romanos de fines del siglo IV se han hecho garantes en nombre de toda la Iglesia de una tradición de "celibato-continencia" para el clero superior que se remonta a los Apóstoles, y han conservado en esta afirmación toda su credibilidad.
Las cartas decretales que apenas hemos visto no son de ningún modo los únicos documentos que atestiguan la antigüedad de la continencia perfecta de los clérigos casados. En la misma época, el 16 de junio de 390, un Concilio en Cartago votaba un canon con el texto siguiente:
Epigone, obispo de Bulla la Real dice: "En un Concilio precedente, se ha discutido acerca de la regla de la continencia y de la castidad. Que se enteren pues (ahora) con más energía los tres órdenes que, en virtud de su consagración, están vinculados por la misma obligación a la castidad, quiero decir, el obispo, el sacerdote y el diácono, y que se les enseñe a ellos a conservar la pureza".
El obispo Genethlius dice: "Como habíamos dicho anteriormente, es oportuno que los santos obispos y sacerdotes de Dios, así como los levitas, o sea aquellos que están al servicio de los sacramentos divinos, observen continencia perfecta, a fin de poder obtener con toda naturalidad aquello que ellos piden a Dios; aquello que enseñaron los Apóstoles y aquello que la misma antigüedad ha observado, veamos nosotros mismos el modo de atenernos a ello".
En unanimidad, los obispos han declarado: "Se ha admitido con agrado el hecho que el obispo, el sacerdote y el diácono, guardianes de la pureza, se abstengan de sus esposas, a fin de que aquellos que están al servicio del altar conserven una castidad perfecta".
Este canon confirma indirectamente, a su vez, la presencia de numerosos hombres casados en las filas del clero. Los sujetos de la ley son los diáconos, los sacerdotes y los obispos, a saber, los miembros de las tres órdenes superiores del clericato a las cuales se accede mediante consagraciones. Estas últimas colocan al hombre aparte, para el desarrollo de las funciones que conciernen a lo divino. El servicio de la eucaristía es aquí el fundamento específico de la continencia exigida a los ministros. A esto se añade un segundo motivo que evidencia la finalidad de la obligación: "A fin de que puedan obtener con toda naturalidad aquello que ellos piden a Dios" (quo possint simpliciter quod a Deo postulant impetrare). Aquel que está al servicio de los misterios cristianos es un mediador entre Dios y los hombres y, en cuanto tal, debe asegurarse las condiciones necesarias para una oración de intercesión eficaz. Sin la castidad el ministro estaría privado de una cualidad esencial en el momento de presentar a Dios el pedido de sus hermanos y se privaría en cierto sentido de la libertad de palabra. Con ella, en cambio, entra en relaciones muy "sencillas" con el Señor, relaciones que son una garantía de que su pedido sea escuchado. El mejor comentario sobre este canon lo ha hecho el gran canonista bizantino del siglo XII, Juan Zonaras: "Estos son, en efecto, intercesores entre Dios y los hombres, que, instaurando un vínculo entre la divinidad y el resto de los fieles, piden para todo el mundo la salvación y la paz. Por eso, si ellos se ejercitan, como dice el canon, en la práctica de todas las virtudes y dialogan así con toda confianza con Dios, obtendrán sin dificultad aquello que han pedido. Pero si estos mismos hombres se privan, por su culpa, de la libertad de palabra, ¿en qué modo podrán desvincularse de su oficio de intercesores por los otros?" .
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario