sábado, 10 de marzo de 2012

Fuentes de la Moral

A veces pensamos que hemos descubierto la rueda. Pero, ya está descubierta. Y es que llevamos, más o menos, 40 siglos de cultura, y eso son muchos millones de personas pensando, investigando, reflexionando… ¡y escribiendo! Por eso, solo hace falta seleccionar bien lo que leemos. Las preguntas que nos hacemos, las importantes digo, se la han hecho todos (o la inmensa mayoría, ¡espero!): ¿quién soy yo?, ¿de dónde vengo?, ¿qué hay más allá de la muerte?, ¿de dónde viene el sufrimiento?, ¿existe Dios?... En estas preguntas coincidimos millones de personas, de cualquier tempo, cultura y condición. Esto se debe a que todos tenemos un misma inquietud interior. Un mundo invisible a los ojos de los demás, que está vivo y quiere, ¡necesita!, que se le atienda. Una persona que no cuide esa dimensión interna (¿conciencia?, ¿espíritu?, ¿alma?) fracasará estrepitosamente, pues esta cualidad es lo específicamente humano, lo que nos hace ser lo que somos: personas (no simplemente seres vivos). Es decir, poseedores de una instancia interior, que es, a la vez, testigo de nuestras propias obras, y un permanente buscador de sentido, es decir, responder a la eterna pregunta ¿por qué “esto”? Y, es que, ni animales, ni vegetales, necesitan preguntarse sobre las cosas, o los acontecimientos que los rodean. Nosotros sí. Y necesitamos comprender su sentido. Es decir, poder responder a la pregunta sobre su significado. Una de esas preguntas capitales es: ¿cómo acertar con mi vida? Que en el fondo se reduce a decir, qué es lo bueno y lo malo. Cómo puedo saber qué es lo bueno; qué he de hacer, o lo malo a evitar. Y, a esta pregunta sobre la moralidad de las obras, caben, solamente, dos respuestas. Una: Yo elijo lo que es bueno y malo, es decir, vivo mi vida según el criterio que yo mismo me forjo. En definitiva, yo soy el juez absoluto de mi vida, y juzgo todo según mi opinión. El criterio por el que decido si algo es bueno, o malo, -me conviene o no-, estaría en última instancia en mi mano. Lo dispongo yo. Y puedo elegir un criterio de oportunidad: me viene bien. Como de utilidad: me sirve. O, también, según las consecuencias del obrar mismo: si no se entera nadie… lo hago, si se enteran, no lo hago. Caben otros, en desuso, como el recurrir a una tradición recibida: es lo que mis padres me han enseñado, y por eso lo haré (o no). Todos ellos parecen diferentes, pero tienen el mismo punto común: soy yo, quien decide qué es lo bueno y qué es lo malo. Con un criterio diferente cada uno… pero, yo en definitiva. Y, por ser este, el común denominador, es decir, ser yo la fuente de criterio por la que se decide la bondad o maldad de los actos es por lo que no sirven,

2 comentarios:

  1. Ahora va a resultar que ser católico es la panacea de todos los males.JA JA JA

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  2. Anónimo, El católico, al menos, sabe con certeza quién es el mal del que derivan todos los males y quién es el Bien absoluto en el que nuestra transcendencia se justifica..

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