Mártires de Cristo. Menudas mujeres!! Esto es el acta martirial que nos ha llegado de Felicidad y Perpetua. Con media docenica así...puf!!
Brilló el día de la victoria de los mártires, y salieron de la cárcel al anfiteatro, con rostro alegre, dispuestos, temblando de gozo más que de temor, como si entraran ya al cielo.
Perpetua fue la primera en ser arrojada en alto por la vaca bravísima que había sido preparada contra las mujeres, y cayó de espaldas. Se levantó y, viendo a Felícitas caída en el suelo, se acercó, le tendió la mano y la levantó, quedando ambas de pie. Doblegada la crueldad del pueblo, las volvieron a llevar a la puerta llamada Sanavivaria. Allí Perpetua fue recibida por un catecúmeno llamado Rústico, que la acompañaba. Entonces ella, como si despertase de un sueño (de tal modo había estado su espíritu en éxtasis), comenzó a mirar a su alrededor y, ante la estupefacción de todos, dijo:
«¿Cuándo nos van a echar a esa vaca a la que no veo por ningún lado?»
Y, al decirle que ya lo habían hecho, no lo creía, hasta que vio en su cuerpo y en su vestido las señales de la vejación sufrida. Entonces, llamó a su hermano, también catecúmeno, y dijo estas palabras:
«Permaneced firmes en la fe y amaos todos mutuamente, y no os sea motivo de tropiezo nuestro martirio.»
También Saturo, que estaba en otra de las puertas, exhortaba al soldado Pudente, diciéndole:
«En definitiva, hasta ahora, tal como había previsto y dicho de antemano, no he experimentado fiera alguna. Ojalá creas ahora de todo corazón: mira, ahora voy allí, y una sola dentellada del leopardo acabará conmigo.»
Y, al momento, cuando ya el espectáculo tocaba a su fin, fue arrojado al leopardo, el cual, de una sola dentellada, lo dejó bañado en tal cantidad de sangre, que el pueblo, al retirarse Saturo del ruedo del anfiteatro, gritaba, como dando testimonio de aquel su segundo bautismo:
«¡Que sea salvo el que ha sido lavado! ¡Que sea salvo el que ha sido lavado!»
Y ciertamente que estaba salvo el que de este modo había sido lavado. Entonces dijo al soldado Pudente:
«Adiós, y acuérdate de la fe y de mí; y que estas cosas no te perturben, sino más bien te conforten.»
Al mismo tiempo, le pidió un anillo que llevaba en el dedo y, habiéndolo puesto en contacto con su herida, se lo devolvió, dejándoselo así como herencia y como prenda, y como un recuerdo de su sangre. Luego, ya casi exánime, se tendió con los demás en el lugar destinado a la decapitación. Mas, como el pueblo pidiese que fueran llevados al centro, para que sus ojos fueran cómplices del homicidio, contemplando cómo la espada penetraba en sus cuerpos, ellos se levantaron espontáneamente y se trasladaron al lugar que quería el pueblo; antes se habían dado ya unos a otros el ósculo de caridad, para sellar su martirio con el acostumbrado rito de la paz.
Recibieron el golpe de la espada inmóviles y en silencio; especialmente Saturo, que había sido el primero en subir, sosteniendo a Perpetua, y que fue también el primero en entregar su espíritu. Perpetua, deseosa de experimentar más sufrimientos, se llenó de gozo cuando sintió el tajo en sus huesos, y ella misma puso sobre su cuello la mano del gladiador bisoño que no acertaba. Quizá el único modo de hacer morir a aquella mujer tan ilustre, temida por el mismo espíritu inmundo, fuera ése: por su propia voluntad.
¡Oh mártires valerosos y dichosos! ¡Oh vosotros, verdaderamente llamados y elegidos para gloria de nuestro Señor Jesucristo!
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